12 abril 2019

Capacitación situada de Prácticas del Lenguaje

Comparto los textos que hemos leído en la capacitación de Prácticas del Lenguaje.



    EL CENTAURO INDECISO
         EMA WOLF

       Había una vez un centauro que, como todos los centauros, era mitad hombre y mitad caballo.
        Una tarde, mientras paseaba por el prado, sintió hambre.
       « ¿Qué comeré? -pensó-. ¿Una hamburguesa o un fardo de alfalfa? ¿Un fardo de alfalfa o una hamburguesa?»
        Y, como no pudo decidirse, se quedó sin comer.
        Llegó la noche, y el centauro quiso dormir.
       « ¿Dónde dormiré? -pensó-. ¿En el establo o en un hotel? ¿En un hotel o en el establo?»
        Y, como no pudo decidirse, se quedó sin dormir.
       Sin comer y sin dormir, el centauro enfermó.
       « ¿A quién llamaré? -pensó-. ¿A un médico o a un veterinario? ¿A un veterinario o a un médico?»
       Enfermo y sin poder decidir a quién llamar, el centauro murió.
       La gente del pueblo se acercó al cadáver y sintió pena.
      -Hay que enterrarlo -dijeron-. Pero, ¿dónde? ¿En el cementerio del pueblo o en el campo? ¿En el campo o en el cementerio?
       Y, como no pudieron decidirse, llamaron a la autora del libro que, como no podía decidir por ellos, resucitó al centauro.

Otra versión del mismo cuento:
El centauro indeciso 



Casi llegando a Dolores yo vi un centauro.

Estaba parado a cincuenta metros de la ruta.

Mitad hombre, mitad caballo. Mitad caballo, mitad hombre.

El centauro quería comer porque era pasada la hora de la merienda.

A su derecha se extendía un campo jugoso de alfalfa fresca.

A su izquierda, un puesto de choripán.

— ¿Qué cómo? —dijo—. ¿Alfalfa o choripán? ¿Choripán o alfalfa?

Dudaba. 

Y tanto dudó que se fue a dormir sin comer. 

— ¿Dónde duermo? —dijo—. ¿En una cama o en un establo? ¿En un establo o en una cama? 

Dudaba. 

Y tanto dudó que se quedó sin dormir. 

Mucho tiempo sin comer y mucho tiempo sin dormir, el centauro se enfermó. 

— ¿A quién llamo? —dijo—. ¿Al médico o al veterinario? ¿Al veterinario o al médico? 

Dudaba. 

Y tanto dudó que se murió. 

— ¿Dónde van los centauros cuando mueren? —me dije entonces yo. 

Y como no lo sé, agarré y lo resucité. 


FIN 

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5º  Antiguas cacerías, de Liliana Bodoc
(Estos hechos ocurrieron en la ciudad de Montevideo, año 2007.
Pero comenzaron muchos siglos atrás.)

Se trataba de los nombres más extraños en la lista de alumnos de primer grado.
Muchos niños todavía lloraban la ausencia de sus madres, que acababan de dejarlos por primera vez en la puerta de la escuela. Otros miraban con los ojos muy abiertos aquel aula desconocida. Para detener tanto desconsuelo, la maestra comenzó con las presentaciones.
-          -Mi nombre es Alicia – dijo. Y camino entre sus alumnos - : ¿Cuál es tu nombre? ¿Y el tuyo…? ¿Cuál es tu nombre?
Preguntando así, la señorita Alicia llego hasta el niño de ojos azules, y pecas rojizas.
-          -¿Cuál es tu nombre?
-          -Cées Vondel.
-          -Es muy lindo – La señorita Alicia repitió en voz alta para que todos escucharan bien - : Él se llama Cées.
Cuatro bancos después, le tocó el turno al niño de piel oscura y pelo ensortijado.
-         - ¿Cuál es tu nombre?
-         - Kamba Maï.
-          -¡Kamba! – repitió la señorita Alicia. Y agrego otra vez - : Es un hermoso nombre.

Cées Vondel y Kamba Maï eran nombres que evocaban paisajes lejanos. Uno sonaba a mar. El otro sonaba a tierra roja.
Aquel primer día de clases empezó la amistad. Por entonces, ni ellos sabían el origen de sus nombres. Tampoco sabían por qué causa se los habían puesto.
En los años siguientes, Cées Vondel y   Kamba Maï asistieron a la misma escuela.  Sus nombres seguían siendo los más extraños en la lista de alumnos.
-          -¿Cuál es tu nombre?
-        -  Cées.
-         - ¿Cuál es tu nombre?
-        -  Kamba.
En segundo grado, Cées y Kamba se sentaron en el mismo banco, compartieron lápices de colores y los recreos.
En tercer grado, los dos niños pudieron responder cuando la señorita les pregunto por el origen de sus apellidos.
-        -  Holandés – dijo  Cées Vondel.
-        -  Bantú – dijo Kamba Maï.
La maestra de cuarto grado fue un poco más lejos. Y les pidió a los niños que averiguaran con sus padres la historia de aquellos nombres. Las respuestas de Cées y Kamba fueron parecidas. Se trataba de nombres que habían permanecido en las familias a lo largo de muchas generaciones.
-          -Entonces – dijo la maestra de cuarto grado -, recibieron sus nombres como herencia.
-         - Si -  dijo Kamba.
-         - Si – dijo Cées.
Cuando cursaban quinto grado, la amistad entre Cées y Kamba ya había atravesado los muros de la escuela. Era habitual que estudiaran juntos y que, en las tardes libres, fueran a jugar a la pelota.
En el verano de ese mismo año, el matrimonio Vondel invitó a Kamba Maï a pasar unos días de vacaciones. Las familias Vondel y Maï se pusieron de acuerdo. Y a principios de enero,  Cées y Kamba se sentaron en el asiento trasero del auto que manejaba el señor Vondel. Estaban alegres. Iban a viajar en dirección al mar. No podían saber que, de algún modo, viajarían también en dirección al pasado.
Dos noches después, llovía con fiereza sobre el mar. Las lluvias que caen durante el día suelen ser tristes. Las lluvias que caen por la noche son misteriosas.
Cées y Kamba habían elegido dormir en una habitación pequeña y atiborrada de objetos en desuso. Pero, a cambio, estaba ubicada en la parte más alta de la casa que el matrimonio Vondel había alquilado para sus vacaciones.
Cées Vondel abrió los ojos. La casa estaba en silencio. Kamba dormía en la cama de al lado. Afuera, la lluvia saturaba el mar; el viento alzaba olas inmensas. Y, de tato en tanto, los relámpagos iluminaban aquella fiesta a la que los hombres no estaban invitados. El niño de ojos azules y pecas rojizas no podía recordar si había soñado. Ni siquiera, si había dormido. Se levantó muy despacio y, como sintió frío, se envolvió en una manta. Estaba decidido a sentarse junto a la pequeña ventana que daba al mar. Antes de hacerlo, se detuvo a mirar a su amigo. Sin embargo, no lo hizo con los ojos de siempre. Cées no estaba pensando en despertarlo a golpes de almohada; no estaba pensando en darle un susto. Porque, en ese momento, Cées Vondel no estaba pensando  como un niño.
Al fin, se alejó de la cama donde dormía Kamba Maï, y tomó su puesto en la ventana. Sus ojos se adentraron en la tormenta marina con la precisión de un marino experimentado.

-      -   ¡Rápido! ¡Rápido! – gritaba el capitán Cées Vondel.
Era el año 1792. El célebre marino Cées Vondel estaba al mando de un barco que se dirigía a las costas de América del Sur con un cargamento de esclavos. Aquellos cientos de prisioneros habían sido obtenidos en África durante largos meses de cacería. El capitán Cées Vonde, un holandés afamado por su pericia, le hablaba a la tormenta:
-        -  ¡No creas que vas a estropear mi travesía! ¡No gastes tu tiempo conmigo, pequeña! – Y agregaba -: -¡Regresa al sitio del cual viniste,  porque nunca una tormenta fue capaz de torcerme el brazo!
Eso decía el capitán Vondel. Y era verdad.
Aquel viaje del año 1792 era especialmente importante. El barco del capitán Vondel traía un cargamento valioso. Hombres y mujeres jóvenes y sanos, algunos niños. Y además, un príncipe. ¡Un príncipe africano podría venderse en América por muchas monedas de oro…!
En su corazón, el capitán Cées Vondel admitía estar frente a una de las peores tormentas que le había tocado atravesar durante su vida de marino. Sin embargo, jamás sus hombres iban a notar que estaba atemorizado. Por el contrario, el capitán Cées Vondel aparentaba un buen humor que estaba lejos de sentir:
-          -¡Sopla, ruge, brama! – le decía a la tormenta -. Que, mientras tanto, yo me río.
Kamba Maï se incorporó en la cama. Su amigo estaba frente a la ventana, envuelto en una manta. Riendo a carcajadas.
-          -¿Qué pasa? – preguntó Kamba.
Cées giró sobresaltado. Y no respondió nada.
-        -  ¿Por qué te estás riendo? – volvió a preguntar su amigo.
-         - No sé… Me parece que estaba dormido. Y soñaba.
-          -¿Cómo era el sueño?
-       -  No sé.
Cées Vondel regreso a su cama. Unos minutos después, los dos niños dormían con ruido a lluvia.
Para alegría de los niños, el día siguiente amaneció soleado. De todos modos, dijo la señora Vondel, no irían a la playa sino hasta la tarde, cuando el sol calentara un poco más.
Kamba y Cées optaron por jugar en los alrededores de la casa. Unas lomas con árboles eran un buen sitio para encontrar algo divertido para hacer. Por ejemplo, buscar insectos que salen después de la lluvia. Los niños decidieron hacerlo por separado. Luego se reunirían a considerar sus tesoros.  Posiblemente los harían enfrentarse, insecto contra insecto, en un área de combate limitada por pequeñas piedritas.
Cées y Kamba se separaron. El cielo, que tan limpio había amanecido, comenzaba a oscurecerse por el Sur.
Cées Vondel optó por buscar entre las raíces salientes de los árboles. Y debajo de las piedras.
Kamba Maï prefirió adentrarse en unos matorrales muy altos. Una vez dentro, comenzó a caminar mirando el suelo, en busca de sus insectos gladiadores. Entonces una fuerte ráfaga de viento sacudió el matorral, que superaba bastante la altura del niño. Sin saber muy bien por qué, Kamba se acuclilló y se quedó inmóvil.  Era como si alguien lo estuviese buscando para hacerle daño, como si estuviese perseguido. En todo caso, como si la persona que andaba por allí no fuese su mejor amigo, sino un extranjero feroz.

            Kamba Maï era un príncipe honrado y amado por su gente. Desde muy joven condujo los destinos de su pueblo, y llevó con orgullo las insignias del clan al que pertenecía: el escudo, la piel de animal sagrado, y las armas.
Kamba Maï había defendido a los suyos contra todos los males. Al menos, eso creía. Pero la llegada de aquellos cazadores de esclavos lo estaba dejando sin corazón. Por meses, desde el arribo del temible capitán holandés, muchos hombres y mujeres desaparecían. El príncipe Kamba Maï sabía que eran cazados con redes y encadenados. Cuando la cacería fuera suficiente, los cargarían a bordo del barco para llevarlos a un mundo sin color. Allí los venderían según la estatura, la fuerza y el estado de los dientes. Allí los  transformarían en sombras, en sombras con huesos, en huesos sin alma.
La osadía de los cazadores de esclavos era tanta que al fin se atrevieron a atacarlos en su propio poblado. El ataque fue sorpresivo. Los hombres jóvenes y los hombres viejos intentaron defenderse, pero nada lograron contra las armas de los cazadores. Detrás de la última línea de maleza, el príncipe Kamba Maï esperaba su suerte. En poco tiempo más llegarían hasta él los cazadores blancos. Pero algo había decidido… No dejarse atrapar sin dar batalla.
-          -¡Aquí estás!
Un rostro blanco y sonriente se asomó entre la maleza.
-         - ¿Por qué estás ahí? No estábamos jugando a escondernos – dijo Cées
-         - ¿Encontraste insectos para luchar?
 Kamba Maï no respondió. Su amigo siguió hablando.
-        - ¡Vamos, Kamba!¡Vamos a jugar! Yo encontré un escarabajo azul.
Kamba, el niño de piel oscura y pelo ensortijado, pareció regresar de algún sitio remoto. Se levantó. Sacudió su ropa. Y camino detrás de su amigo.
El sol no duró demasiado. Al mediodía, la playa estaba gris y ventosa.
La señora Vondel les dijo que no estuvieran tristes. Por suerte, habían traído muchos juegos. Y con seguridad, la mañana siguiente sería soleada.
Cuando los padres de Cées se retiraron a descansar después del almuerzo, les pidieron a los niños que permanecieran jugando en la habitación. Cées y Kamba asintieron de mala gana. Y subieron la escalera empinada que los llevaba a la habitación más alta de la casa.
Aquella tarde nada los entretenía. Solo el mundo de afuera tenía atractivo para ellos.
-         - Mis padres duermen una siesta larga en las vacaciones – dijo Cées -. No van a darse cuenta si salimos un rato.
Kamba Maï estaba de acuerdo. Y sonrió para demostrarlo.
Un rato después, Cées y Kamba caminaban por la orilla del mar. No había nadie en la playa: a excepción de algunos enamorados y algunos atletas, que pasaban sin mirarlos.
Los niños llegaron adonde el mar chocaba contra una alta pared de roca. Treparon por ella, y continuaron avanzando. No tenían frío ni apuro. No tenían presentimientos ni miedo. Al fin, llegaron a un sitio donde el mar se arremolinaba, encajonado entre paredes rocosas. Justo entonces, comenzaba a llover. Y hasta los enamorados y los atletas volvían a sus refugios.
Todos los seres buscaban cobijo. En cambio, Cées Vondel y Kamba Maï estaban sumergidos en su libertad.
-          -Bajemos para tocar el agua – dijo uno.
-          -Bajemos – asintió el otro.
Las paredes rocosas estaban ennegrecidas por diminutas plantas acuáticas. Abajo, el mar ejercía su poder. Arriba, el cielo lloraba. Cada uno por su lado, aunque cerca, los niños descendían.
Kamba Maï ya estaba muy cerca de alcanzar una saliente en la que sentarse, de modo tal que sus pies tocaran el agua.
Entonces, hubo un encadenamiento de pequeños hechos, como cuentas hilvanadas en el collar de la desgracia. Una gaviota que se detuvo y llamó la atención de  Kamba Maï, una piedra floja, el ángulo del pie al apoyarse, una acumulación de musgos donde las manos intentaron aferrarse. Y en un segundo, todo era diferente.
La realidad cambiaba su telón de fondo. Instantes atrás, era una tarde de juegos. Ahora, un niño había caído en un profundo pozo de mar, rodeado de paredes rocosas que no podía trepar.
La primera reacción de Cées Vondel fue la completa inmovilidad. Después busco a su alrededor… No había nadie a la vista. Abajo, su amigo intentaba sostenerse a flote. Y le pedía ayuda.

-         - ¡Hombre al agua…! – advirtieron los centinelas del barco que navegaba rumbo a las costas de América del Sur.
Amanecía. La tormenta que la noche anterior había tenido en alerta a toda la tripulación estaba agotada. No hacía mucho que el capitán Cées Vondel descansaba, cuando despertó a causa de las voces.
-         - ¡Es el príncipe africano! – gritaban sus hombres- . ¡El príncipe se arrojó al agua!
El capitán Cées Vondel no demoró nada en abandonar su camarote y subir a cubierta.
El príncipe Kamba Maï, que había logrado deshacerse de sus cadenas, elegía perderse en las profundidades del mar antes que ser vendido en los mercados como un animal de carga.
El capitán holandés, sin embargo, no iba a permitir que un prisionero decidiera un destino distinto del que le correspondía. Por eso detuvo a sus hombres cuando estos se aprontaban a disparar sobre el príncipe africano. Intentarían capturarlo con vida… Si lo mataban, no harían más que ayudarlo a cumplir su deseo. El príncipe prefería morir. El capitán deseaba llevarlo a tierra firme como esclavo de alto precio.
-        -  ¡Una red…! – pidió el capitán -: ¡Traigan pronto una red de pesca!
Para entonces, el príncipe estaba a merced de un mar todavía nervioso después de la tormenta nocturna.
Salía el sol. Y hacía que toda la escena se viera dorada y roja. El capitán se colocó en posición. Iba a tirar la red, iba a pescar a un hombre. Y reía como solía hacerlo cuando deseaba disimular su miedo o su dolor.
-        -  ¡Disfruta de tu último instante de libertad, príncipe! – grito el capitán Cées Vondel, aun sabiendo que era imposible hacerse escuchar por sobre el ruido del mar.
Clavó los ojos azules en el príncipe, y advirtió:
-         - ¡Ahí va mi red…!

-         - ¡Toma mi mano! ¡Toma mi mano, Kamba! – decía Cées Vondel.
El niño había descendido y, acostado sobre el piso rocoso, se estiraba más allá de lo posible, intentando ayudar a su amigo.
-         - Un poco más – pedía- . Un poco más.
Kamba Maï, por su parte, luchaba por alcanzar la mano, las rocas, la vida. La cercanía de su amigo le había devuelto las fuerzas y la calma. Kamba sabía nadar, y Cées estaba cerca.
-         - ¡Ya está…! – gritó Cées Vondel - . ¡No te sueltes, Kamba! ¡No te sueltes…!

La red cayó sobre el príncipe.
-         - ¡Te atrapé! ¡Estás atrapado como un pez! – gritó el capitán Vondel. Y ordenó que remolcaran al prisionero.
Unos minutos después, el príncipe Kamba Maï y el capitán Cées Vondel estaban frente a frente. Ojos negros sobre ojos azules; los dos con la misma furia.
-          -Es mi trabajo – dijo el capitán.
-          -Es mi libertad – respondió el príncipe en su propia lengua.
-          No puedo dejar que decidas tu suerte. Sería un mal ejemplo para los demás esclavos – dijo nuevamente el capitán Cées Vondel, que parecía menos feliz de lo esperado.
-          Sale el sol  - dijo el príncipe en su lengua.

Cées Vondel y Kamba Maï caminaban, uno junto al otro, por una orilla de América del Sur. Aquel día de vacaciones había amenazado con transformarse en un dolor para toda la vida.
-          -Gracias – dijo Kamba Maï. Y agregó -: Tenía miedo.
-          -Yo también – respondió Cées Vondel.
Era urgente pasar a otra cosa. Kamba Maï señaló un espacio entre las nubes:
-          -Sale el sol – dijo.

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6º La galera
de M. Mujica Laínez

¿Cuántos días, cuántos torturadores días hace que viajan así, sacudidos, zangoloteados, golpeados sin piedad contra la caja de la galera, aprisionados en los asientos duros? Catalina ha perdido la cuenta. Lo mismo pueden ser cinco que diez, que quince; lo mismo puede haber transcurrido un mes desde que partieron de Córdoba arrastrados por ocho mulas dementes. Ciento cuarenta y dos leguas median entre Córdoba y Buenos Aires, y aunque Catalina calcula que ya llevan recorridas más de trescientas, sólo ochenta separan en verdad a su punto de origen y la Guardia de la Esquina, próxima parada de las postas.
 Los otros viajeros vienen amodorrados, agitando la cabeza como títeres, pero Catalina no logra dormir. Apenas si ha cerrado los ojos desde que abandonaron la sabia ciudad. El coche chirria y cruje columpiándose en las sopandas de cuero estiradas a torniquete, sobre las ruedas altísimas de madera de urunday. De nada sirve que ejes y mazas y balancines estén envueltos en largas lonjas de cuero fresco para amortiguar los encontrones. La galera infernal parece haber sido construida a propósito para martirizar a quienes la ocupan. ¡Ah, pero esto no quedará así! En cuanto lleguen a Buenos Aires la señorita se quejará a Don Antonio Romero Tejada, administrador.
La señorita se arrebuja en su amplio manto gris y palpa una vez más, bajo la falda, las bolsitas que cosió en el interior de su ropa y que contiene su tesoro.
Mira hacia sus acompañantes, temerosa de que sospechen de su actitud, mas su desconfianza se deshace presto. Nadie se fija en ella. El conductor de la correspondencia ronca atrozmente en su rincón, al pecho el escudo de bronce con las armas reales, apoyados los pies en la bolsa de correo. Los otros se acomodaron en posturas disparatadas, sobre las mantas con las cuales improvisan lechos hostiles cuando el coche se detiene para el descanso. Debajo de los asientos, en cajones, canta el abollado metal de las vajillas al chocar contra las provisiones y las garrafas de vino.
Afuera el sol enloquece el paisaje. Una nube de polvo envuelve la galera y a los cuatro soldados que la escoltan al galope, listas las armas, porque en cualquier instante puede surgir un malón de indios y habrá que defender las vidas. La sangre de las mulas hostigadas por los postillones mancha los vidrios. Si abrieran las ventanas, la tierra sofocaría a los viajeros, de modo que es fuerza andar en el agobio de la clausura que apesta a olor a comida guardada y a gente y ropa sin lavar.
¡Dios mío! ¡Así ha sido todo el tiempo, cada minuto, lo mismo cuando cruzaron los bosques de algarrobos, de chañares, de talas y de piquillines, que cuando vadearon el Río Segundo y el Saladillo! Ampía, los Puestos de Ferreira, Tío Pujio, Colmán, Fraile Muerto, la esquina de Castillo, la Posta del Zanjón, Cabeza de Tigre... Confúndense los nombres en las mentes de Catalina Vargas, como se confunden los perfiles de las estancias que velan en el desierto, coronadas por miradores iguales, y de fugaces pulperías donde los paisanos suspendían las partidas de naipes y de taba para acudir al encuentro de la diligencia enorme, único lazo de noticias con la ciudad remota.
¡Dios mío! ¡Dios mío! Y las tardes que pasan sin dormir, pues casi todo el viaje se cumple de noche! ¡Las tardes durante las cuales se revolvió desesperada sobre el catre rebelde del parador, atormentados los oídos por la cercanía de los peones y los esclavos que desafinaban la vihuela o asaban el costillar! Y luego, a galopar nuevamente... los negros se afirmaban al estribo, prendidos como sanguijuelas y era milagro que la zarabanda no los despidiera por los aires; las petacas, baúles y colchones se amontonaban sobre la cubierta. Sonaba el cuerno de los postillones enancados en las mulas, y a galopar, a galopar.
Catalina tantea, bajo la saya que muestra unos tonos de mugre como lamparones las bestias uncidas al vehículo, los bolsos cosidos, los bolsos grávidos de monedas de oro.
Vale la pena el despiadado ajetreo, por lo que aguarde después, cuando las piezas redondas que ostentan la soberana efigie enseñen a Buenos Aires su poderío. ¡Cómo la adularán! Hasta el señor Virrey del Pino visitará su estrado al enterarse de su fortuna.
¡Su fortuna! Y no sólo esas monedas que se esconden bajo su falda con delicioso balanceo: es la estancia de Córdoba y Santiago y la casa de la calle de las Torres... Su hermana viuda ha muerto y ahora a ella le toca la fortuna esperada. Nunca hallarán el testamento que destruyó cuidadosamente; nunca sabrán lo otro... lo otro... aquellas medicinas que ocultó... y aquello que mezcló con las medicinas...Y ¿qué? ¿No estaba en su derecho al hacerlo? ¿Era justo que la locura de su hermana la privara de lo que le debía? El mal que devoraba a Lucrecia era de los que no admite cura...
El galope...el galope...el galope... Junto a la portezuela traqueteante baila la figura de uno de los soldados de la escolta. El largo gemido del cuerno anuncia que se acercan a la Guardia de la Esquina. Es una etapa más.
Y las siguientes se suceden: costean el Carcarañá, avizorando lejanas rancherías diseminadas entre pobres lagunas donde bañan sus trenzas los sauces solitarios; alcanza a India Muerta; pasan el Arroyo del Medio... Días y noches, días y noches. He aquí Pergamino, con su fuerte rodeado de ancho foso, con su puente levadizo de madera y cuatro cañoncitos que apuntan a la llanura sin límite. Un teniente de dragones se aproxima, esponjándose, hinchado el buche como un pájaro multicolor, a buscar los pliegos sellados con lacre rojo. Cambian las mulas que manan sudor y sangre y fango. Y por la noche reanudan la marcha.
El galope... el galope... el tamborileo de los cascos y el silbido veloz de las fustas... No cesa la matraca de los vidrios. Aun bajo el cielo fulgente de astros, maravillosos como el manto de una reina, el calor guerrea con los prisioneros de la caja estremecida. Las ruedas se hunden en las huellas costrosas dejadas por los carretones tirados por bueyes. Ya falta poco. Arrecifes... Areco... Luján... Ya falta poco.
Catalina Vargas va semi desvanecida. Sus dedos estrujan las escarcelas donde oscila el oro de su hermana. ¡Su hermana! No hay que recordarla. Aquello fue una pesadilla soñada hace mucho.
El correo real fuma una pipa. La señorita se incorpora, furiosa. ¡Es el colmo! ¡Como si no bastaran los sufrimientos que padecen! Pero cuando se apresta a increpar al funcionario, Catalina advierte dentro del coche la presencia de una nueva pasajera. La ve detrás del cendal de humo, brumosa, espectral. Lleva una capa gris semejante a la suya, y como ella se cubre con un capuchón. ¿Cuándo subió al carruaje? Podría jurar que no fue en Pergamino, la parada postrera.
Entonces ¿cómo es posible?
La viajera gira el rostro hacia Catalina Vargas, y Catalina reconoce, en la penumbra del atavío, en la neblina que todo lo invade, la fisonomía angulosa de su hermana, de su hermana muerta. Los demás parecen no haberse percatado de su aparición. El correo sigue fumando. Más acá el fraile reza con palmas juntas y el matrimonio que viene del Alto Perú dormita y cabecea. La negrita habla por lo bajo con el oficial.
Catalina se encoge, transpirando de miedo. Su hermana la observa con los ojos desencajados. Y el humo, el humo crece en bocanadas nauseabundas. La vieja señorita quisiera gritar, pero ha perdido la voz. Manotea en el aire espeso, mas sus compañeros no tienen tiempo de ocuparse de ella, porque en un instante, con gran estrépito algo cede en la base del vehículo y la galera se tuerce y se tumba entre los gruñidos y corcovos de las mulas sofrenadas bruscamente. Uno de los ejes se ha roto.
Postillones y soldados ayudan a los maltrechos viajeros a salir de la casilla. Multiplican las explicaciones para calmarles. No es nada. Dentro de media hora estará arreglado el desperfecto y podrán continuar su andanza hacia Buenos Aires, de donde les separan cuatro leguas.
Catalina vuelve en sí de su desmayo y se halla tendida sobre las raíces del ombú. El resto rodea al coche cuya caja ha recobrado la posición normal sobre las sopandas. Suena el cuerno y los soldados montan en sus cabalgaduras. Uno permanece junto a la abierta portezuela del carruaje, para cerciorarse de que no falta ninguno de los pasajeros a medida que trepan al interior.
La señorita se alza, más un peso terrible le impide levantarse. ¿Tendrá quebrado los huesos, o serán las monedas de oro las que tironean de su falda como si fueran de mármol, como si todo su vestido se hubiera transformado en bloque de mármol que la clava en la tierra? La voz se le anuda en la garganta.

A pocos pasos, la galera vibra, lista para salir. Ya se acomodaron el correo y el fraile franciscano y el matrimonio y la negra y el oficial. Ahora, idéntico a ella, con la capa de color de ceniza y el capuchón bajo, el fantasma de su hermana Lucrecia se suma al grupo de pasajeros. Y ahora lo ven. Rehúsa la diestra galante que le ofrece el postillón. Están todos. Ya recogen el estribo. Ya chasquean los látigos. La galera galopa, galopa hacia Arrecifes, trepidante, bamboleante, zigzagueante, como un ciego animal desbocado, en medio de una nube de polvo. Y Catalina Vargas queda sola, inmóvil, muda, en la soledad de la pampa y de la noche, donde en breve no se oirá más que el grito de los caranchos.

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7º  - Tres portugueses bajo un paraguas
         Rodolfo Walsh


1)
El primer portugués era alto y flaco.
El segundo portugués era bajo y gordo.
El tercer portugués era mediano.
El cuarto portugués estaba muerto.
2)
-¿Quién fue? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Yo no -dijo el primer portugués.
b. Yo tampoco -dijo el segundo portugués.
c. Ni yo -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto.
3)
Daniel Hernández puso los cuatro sombreros sobre el escritorio.
El sombrero del primer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del segundo portugués estaba seco en el medio.
El sombrero del tercer portugués estaba mojado adelante.
El sombrero del cuarto portugués estaba todo mojado.
4)
-¿Qué hacían en esa esquina? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Esperábamos un taxi -dijo el primer portugués.
b. Llovía muchísimo -dijo el segundo portugués.
c. ¡Cómo llovía! -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués dormía la muerte dentro de su grueso sobretodo.
5)
-¿Quién vio lo que pasó? -preguntó Daniel Hernández.
a. Yo miraba hacia el norte -dijo el primer portugués.
b. Yo miraba hacia el este -dijo el segundo portugués.
c. Yo miraba hacia el sur -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba muerto. Murió mirando al oeste.
6)
-¿Quién tenía el paraguas? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Yo tampoco -dijo el primer portugués.
b. Yo soy bajo y gordo -dijo el segundo portugués.
c. El paraguas era chico -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués no dijo nada. Tenía una bala en la nuca.
7)
-¿Quién oyó el tiro? -preguntó Daniel Hernández.
a. Yo soy corto de vista -dijo el primer portugués.
b. La noche era oscura -dijo el segundo portugués.
c. Tronaba y tronaba -dijo el tercer portugués.
El cuarto portugués estaba borracho de muerte.
8)
-¿Cuándo vieron al muerto? -preguntó el comisario Jiménez.
a. Cuando acabó de llover -dijo el primer portugués.
b. Cuando acabó de tronar -dijo el segundo portugués.
c. Cuando acabó de morir -dijo el tercer portugués.
Cuando acabó de morir.
9)
-¿Qué hicieron entonces? -preguntó Daniel Hernández.
a. Yo me saqué el sombrero -dijo el primer portugués.
b. Yo me descubrí -dijo el segundo portugués.
c. Mi homenaje al muerto -dijo el portugués.
Los cuatro sombreros sobre la mesa.
10)
a.. Entonces ¿qué hicieron? -preguntó el comisario Jiménez.
b. Uno maldijo la suerte -dijo el primer portugués.
c. Uno cerró el paraguas -dijo el segundo portugués.
d. Uno nos trajo corriendo -dijo el tercer portugués.
El muerto estaba muerto.
11)
a. Usted lo mató -dijo Daniel Hernández.
b. ¿Yo señor? -preguntó el primer portugués.
c. No, señor -dijo Daniel Hernández.
d. ¿Yo señor? -preguntó el segundo portugués.
e. Sí, señor -dijo Daniel Hernández.
12)
-Uno mató, uno murió, los otros dos no vieron nada -dijo Daniel Hernández.
Uno miraba al norte, otro al este, otro al sur, el muerto al oeste. Habían convenido en vigilar cada uno una bocacalle distinta para tener más posibilidades de descubrir un taxímetro en una noche tormentosa.
"El paraguas era chico y ustedes eran cuatro. Mientras esperaban, la lluvia les mojó la parte delantera del sombrero."
"El que miraba al norte y el que miraba al sur no tenían que darse vuelta para matar al que miraba al oeste. Les bastaba mover el brazo izquierdo o derecho a un costado. El que miraba al este, en cambio, tenía que darse vuelta del todo, porque estaba de espaldas a la víctima. Pero al darse vuelta, se le mojó la parte de atrás del sombrero. Su sombrero está seco en el medio, es decir, mojado adelante y atrás. Los otros dos sombreros se mojaron solamente adelante, porque cuando sus dueños se dieron vuelta para mirar el cadáver, había dejado de llover. Y el sombrero del muerto se mojó por completo al rodar por el pavimento húmedo."
"El asesino usó un arma de muy reducido calibre, un matagatos de esos con que juegan los chicos o que llevan algunas mujeres en sus carteras. La detonación se confundió con los truenos (esa noche hubo una tormenta eléctrica particularmente intensa). Pero el segundo portugués tuvo que localizar en la oscuridad el único punto realmente vulnerable a un arma tan pequeña: la nuca de su víctima, entre el grueso sobretodo y el engañoso sombrero. En esos pocos segundos, el fuerte chaparrón le empapó la parte posterior del sombrero. El suyo es el único que presenta esa particularidad. Por lo tanto es el culpable."
El primer portugués se fue a su casa.
Al segundo no lo dejaron.
El tercero se llevó el paraguas.
El cuarto portugués estaba muerto.
Muerto.

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