Nicolás Schuff
—¡Miranda, a comer!
Su papá la llamaba desde la cocina. Había hecho milanesas con puré de zapallo. A ella le encantaba el zapallo, porque además de rico era naranja, como su pelo.
—¿Me vas a prestar el vestido nuevo? —le preguntó a su hermana mientras almorzaban.
La hermana de Miranda se llamaba Lola. Tenía diez años, dos más que ella.
—Ni loca —dijo Lola.
La abuela le había regalado un vestido para el cumpleaños. Era blanco con flores violetas. Miranda insistió:
—Un ratito, aunque sea para probármelo.
—Ni loca, te dije.
—¡Lola! —intervino el papá—. ¿Cómo no vas a dejar que tu hermana se pruebe el vestido?
—Bueno, puede ser —aceptó Lola—. Pero después de que lo use yo.
Cuando terminaron de comer, recogieron los platos, los lavaron y cada una se fue a su habitación.
Al ratito, Lola salió hacia una clase de gimnasia. Entonces Miranda fue hasta la pieza de su hermana.
En la ventana había un gato negro. Era un gato de la calle, que cada tanto aparecía por ahí. A veces Miranda lo veía hecho un ovillo sobre el techo de un auto. O caminando por una medianera, con la cola ondeando como un signo de interrogación.
—¡Fush! —dijo para espantarlo—. ¡Fuera!
El gato abrió apenas los ojos. Se lamió una pata y siguió muy tranquilo bajo el rayo tibio del sol.
Miranda se concentró en lo que le importaba: el vestido de Lola.
Estaba extendido sobre la cama. La tela era suave y tenía olor a nuevo.
Lo levantó y se lo puso. Como era muy flaquita y más baja que su hermana, le quedaba un poco largo.
Fue hasta el living, donde había un gran espejo. Dio dos vueltas y ensayó un paso de baile. Se inclinó hacia adelante y saludó con una reverencia a un público imaginario.
«Ojalá la abuela me regale uno así para mi cumpleaños», pensó.
Después volvió a la habitación de Lola, para dejar el vestido en su lugar.
Pero mientras se lo sacaba, oyó un rasguido.
¡La tela se había enganchado en un clavito de la pared!
Cuando se lo terminó de quitar, el vestido tenía un tajo. Era un tajo pequeño, pero visible.
—¿Y ahora qué voy a hacer? —dijo en voz alta, desesperada.
Vio al gato negro que tomaba sol en la ventana.
—¡Es tu culpa! —le gritó—. ¡Vos me trajiste mala suerte!
El felino levantó la cabeza, dio un largo bostezo y la miró con sus ojitos amarillos.
—¿Mi culpa? —preguntó—. ¿En serio? No me digas.
Tenía una voz serena y suave, como hecha de humo o de terciopelo.
Miranda se asombró mucho.
—No sabía que hablabas —le dijo.
—Eso es porque nunca me dirigiste la palabra —respondió el felino.
—No te hablé porque los gatos negros traen mala suerte —dijo Miranda.
—¿Y eso de dónde lo sacaste?
—De ningún lado. Es algo que se sabe.
—«Algo que se sabe» —repitió el gato—. ¿Qué quiere decir «algo que se sabe»? ¿Quién lo sabe? ¿Cómo lo sabe?
Miranda no contestó. Aunque estaba muy sorprendida, debía pensar rápido qué hacer con el vestido. No sabía coser y su hermana volvería en media hora.
—Yo puedo ayudarte —dijo el gato.
—¿Con qué?
—Con el vestido, ¿con qué va a ser?
—¿Y qué sabe un gato de vestidos?
—«Qué sabe un gato de vestidos» —repitió el gato, burlón—. ¡Qué NO sabe, querrás decir! Los gatos negros somos excelentes costureros.
—¿De verdad?
—Yo nunca miento. Las palabras son importantes.
—¿Y por qué son excelentes costureros?
—Muchos años atrás, las personas nos perseguían y maltrataban, solamente por tener el pelo negro —contó el gato—. Decían que éramos malos, que ayudábamos a las brujas, que traíamos mala suerte y otras tonterías más. Y muchos repetían y creían esas pavadas, solamente porque las habían escuchado por ahí. Como vos.
—Bueno, te pido perdón —dijo Miranda—. Pero ¿Qué tiene que ver todo eso con saber coser?
—¡Mucho! Para sobrevivir, aprendimos a coser trajes y hacernos pasar por gatos blancos, o grises, o a rayas. O gatos persas. O siameses. Algunos incluso se disfrazaban de otros animales: de conejos, de gallinas, de topos, de zorrinos. Así, nadie nos reconocía. El oficio de costurero se transmitió de generación en generación. Y por eso cualquier gato negro sabe coser, bordar y tejer.
—Pero vos no usas ningún disfraz —dijo Miranda.
—Por suerte ya no nos persiguen mucho. Pero a veces organizamos una fiesta en alguna terraza y me pongo el traje de topo que usaba mi abuelo. Está un poquito gastado, pero todavía me queda bien.
—Me gustaría ir a una de esas fiestas alguna vez.
—Lo siento, son exclusivas para gatos.
—Qué lástima —dijo Miranda, yendo hacia la puerta del dormitorio—.
Enseguida vuelvo, voy a buscar hilo y aguja.
—¿Para qué?
—¿Cómo para qué? ¿No dijiste que vas a ayudarme?
—Dije que puedo ayudarte. No que voy a ayudarte. ¿No quedamos en que las palabras son importantes?
—¡Por favor! ¡Mi hermana está por volver! Te prometo que nunca más te voy a echar de la ventana —dijo Miranda.
—Esta ventana es cómoda, pero hay muchas ventanas en el mundo.
—También te puedo dar leche. ¿Qué te parece?
—La leche me da gases. ¿Sabes qué me gusta más? Un lugar tibio para dormir en las noches de invierno. Cuando hace frío sueño con perros y me resfrío. Antes iba a la biblioteca, que era un lugar tranquilo y agradable.
Lamentablemente cerró y pusieron un supermercado.
Miranda lo pensó un momento.
—Está bien —dijo—. Cuando empiece el invierno te dejo dormir en mi cama. Siempre y cuando estés limpio y no traigas pulgas.
—¿Pulgas?
—Muchos gatos tienen pulgas —dijo Miranda.
—«Muchos gatos tienen pulgas» —repitió el gato—. Seguro que me baño más que vos.
—¿Trato hecho, entonces?
—No puedo cerrar un trato con alguien sin saber su nombre —dijo el gato.
—Me llamo Miranda. ¿Y vos?
—Ónix.
—¿Ónix? Qué nombre raro —dijo Miranda.
—«Raro», «raro»... ¿Qué significa «raro»?
—No sé. Pero no sos un gato común y corriente.
—¿Vos sos una chica común y corriente?
Miranda se estaba impacientando con tantas preguntas, pero igual lo pensó. Ella era la mejor de su clase en matemáticas, la peor en gimnasia y la única pelirroja. También era la única que vivía con su papá. No, no era una chica común y corriente. Pero tampoco lo era su amiga Sofi, que estaba llena de pecas y escuchaba mal de un oído. Ni Ada, que jugaba al fútbol y sabía los nombres de muchas flores. Ni Agustín, a quien lo habían descubierto en el patio de la escuela comiendo hormigas.
—¿Entonces? —preguntó el gato—. ¿Trato hecho, Miranda?
—Trato hecho, Ónix —dijo ella.
Después salió del cuarto y entró en puntas de pie a la habitación de su padre.
El costurero estaba en un mueblecito junto a la cama. Por suerte, cuando su papá dormía la siesta no se daba cuenta de nada. Sus ronquidos se escuchaban en toda la casa.
Abrió con mucha cautela el costurero, tomó lo que necesitaba y puso todo otra vez en su lugar. Cuando volvió a la habitación de Lola, Ónix le dijo:
—Lo primero es enhebrar la aguja.
—Eso ya lo sabía —dijo Miranda.
Mojó la punta del hilo con la boca y probó varias veces, pero no embocaba.
—Del dicho al hecho hay un buen trecho —dijo el gato y saltó a la cama
—Dejame a mí.
En ese momento, Miranda vio a su hermana por la ventana. Estaba en la esquina, charlando con una amiga.
—¡Es Lola! —dijo—. ¿Y ahora qué voy a hacer?